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sábado, 25 de julio de 2015

El Síndrome de Solomón





" En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban de acuerdos con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de sus compañeros participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría” (Solomon Asch)
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
“Ladran, luego cabalgamos”
(dicho popular)
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

Formamos parte de una sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos La envidia paraliza el progreso por el miedo que genera no encajar con la opinión de la mayoría.
Uno de los mayores temores del ser humano es diferenciarse del resto y no ser aceptado.

Fuente: elpais.com

martes, 25 de diciembre de 2012

El Maestro Ciruela



Hace ya casi cinco años que di mi primera clase en la universidad. Durante este tiempo me he dado cuenta de lo difícil que resulta hacer bien este trabajo. Sin embargo, me gustaría llegar a ser una buena maestra. ¿Cómo podré lograr esto? ¿Cómo se pasa de ser maestro a ser un buen maestro? Más aún, ¿qué es un buen maestro?En una ocasión solicité a mis estudiantes que escribieran un resumen de lo habían aprendido en mi curso de física del estado sólido. Lo que conseguí fueron veinticinco cartas donde mis alumnos hablaban de lo mucho que habían aprendido gracias a mí y de lo buena maestra que yo era. 

¡Buen intento!, pero no contaban con que yo he sido asidua lectora de Eric Berne.

Eric Berne fue un psiquiatra reconocido que desarrolló un método llamado análisis transaccional. En uno de sus libros asegura que "un buen actor es aquel que trata de convencernos de que es Julio César, no aquél que trata de convencernos de que es un buen actor". Del mismo modo sostiene, "el trabajo de un psiquiatra es lograr que sus pacientes mejoren, no lograr convencerlos de que es un buen psiquiatra".

Siguiendo esta lógica irrebatible... no pude dejarme engañar. Si fuera cierto que soy una buena maestra, los veinticinco documentos habrían hablado de las propiedades rectificadoras del diodo, de las propiedades amplificadoras del transistor... hubieran hablado de física del estado sólido, ¡no de mí!

¿Aprenden sus alumnos?

Debería quedar claro que un buen maestro no es aquel que consigue que sus alumnos digan que es un buen maestro. Un buen maestro es aquel que consigue que sus alumnos aprendan. El trabajo que se le encomienda al maestro consiste en transmitir sus conocimientos a otras personas, no en hacerse buena propaganda.

Ahora bien, ya que está claro el objetivo ¿cómo lograrlo? La respuesta debería ser obvia: una persona sin conocimientos no puede transmitirlos. Por eso el maestro debe saber. ¿Cuánto debe saber? El maestro debe saber más que el estudiante. Para que los electrones fluyan por un alambre debe haber una diferencia de potencial entre sus extremos. Para que el calor fluya en una cierta dirección debe existir un gradiente de temperatura. ¡Para que los conocimientos pasen de una mente a otra, una de las mentes debe estar mucho más llena que la otra!

Existe una frase que dice que tanto educa el maestro al alumno, como educa el alumno al maestro. Yo creo que es verdad que en muchas ocasiones el alumno educa al maestro. Es importante reconocer que esto sucede: es algo bueno, positivo y sano. Sin embargo, ¿acaso los portadores de corriente se mueven todos en fila de la región de mayor potencial a la de menor potencial? ¡No! En realidad no hay tal fila y, superpuesto al movimiento de arrastre de los portadores, hay un cierto movimiento aleatorio, causado por la temperatura. Esto es, no es extraño que algunos portadores vayan en sentido contrario. Pero esto no nos preocupa porque lo importante es la corriente neta.

Por eso, aunque sea cierto que los alumnos educan al maestro, el trabajo de un maestro no es ser educado sino educar. ¿Qué diríamos de un maestro que transmite la misma cantidad de conocimientos que recibe a cambio? ¡Obviamente no está cumpliendo con su trabajo! La dirección del flujo neto de conocimientos debe ser saliendo del maestro y entrando al alumno.

Obligación del maestro, prepararse mejor

Es verdad que aunque el maestro tenga los conocimientos requeridos para impartir la materia que le fue asignada, esto no siempre es suficiente para que estos se transfieran a la cabeza del alumno. Así como los alambres tienen resistencia, la trayectoria maestro-alumno también tiene la suya. A veces un excelente maestro no sabe darse a entender. A veces, los mejores alumnos, no captan lo que el maestro trata de decirles.

Si la ruptura del flujo de conocimientos está en el maestro, esto es un problema de didáctica. Si el obstáculo está en el alumno, es asunto de técnicas de aprendizaje. Si el problema no es de ninguno de los dos, tal vez podríamos encontrarlo en las condiciones de la escuela, en el ambiente de trabajo, en los recursos de que la institución dispone para la enseñanza, etc.

Todo esto es muy importante pero... debe quedar claro que va en segundo lugar. La primera obligación del maestro es prepararse cada vez mejor en la materia que va a impartir. Aún un alambre superconductor no experimentará jamás un flujo de corriente si no hay una diferencia de potencial aplicada a sus extremos. Ninguna didáctica, técnica de estudio, material didáctico, retroproyector o enfoque humanista pueden ayudar al maestro Ciruela. Sí, me refiero al maestro Ciruela... ese que no sabía leer... pero puso escuela.

Tomado de: Lidia Alvarez Camacho